martes, 11 de octubre de 2016

El gen ausente de la autocritica.



Hay algo que compartimos los pueblos hispanohablantes, además del idioma: la ausencia del gen de la autocrítica. Si existiera un campeonato mundial de “echar balones fuera”, tendríamos más copas que Brasil en el fútbol.

Hace poco leí un artículo sobre un partido en el que un jugador español y otro japonés comentaban su actuación. Ambos fueron señalados por la prensa como los grandes culpables del desastre en sus respectivos equipos. ¿La reacción? El español, con la destreza de un político en campaña, negó cualquier responsabilidad y culpó al césped, al árbitro y a la alineación de los astros. Peor aún, lo hizo con ese aire de “¿yo?, ¿fallar?, por favor…”. En cambio, el japonés, en un inesperado giro de los acontecimientos, asumió su error con humildad. Incluso pidió disculpas. Insólito.

Pero esto no es solo cosa del fútbol. Lo vemos en política, en los tribunales, en la oficina… ¿Recuerdan a los implicados en el escándalo de las tarjetas “black”? No es que se hayan disculpado, es que, si les preguntas, parecen convencidos de que se las encontraron en el suelo. Y qué decir del "trío de las Azores". Blair y Bush, al menos, han mostrado alguna señal de remordimiento por aquella invasión basada en evidencias imaginarias. Aznar, en cambio, sigue en modo “yo tenía razón” como si el tiempo no existiera.

¿Por qué nos cuesta tanto decir “me equivoqué”? Quizás sea cultural. En muchos países hispanohablantes, reconocer un error se percibe casi como firmar una confesión ante notario. Aquí no nos caemos, nos “tropezaron”. No llegamos tarde, nos “atrapó el tráfico”. No reprobamos el examen, el profesor “nos tiene manía”. En Japón, por el contrario, la autocrítica es un ejercicio casi obligatorio. Allí, cuando alguien mete la pata, se disculpa con la misma seriedad con la que aquí se justifican las mentiras de campaña.

En definitiva, somos expertos en ver la paja en el ojo ajeno y auténticos ninjas para esquivar nuestras propias responsabilidades. Y si a esto le sumamos poder, fama o un cargo político, la autocrítica pasa a ser una leyenda urbana. Quizás algún día aprendamos que reconocer los errores no nos hace más débiles… aunque, para eso, primero tendríamos que reconocer que tenemos un problema.


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