Prólogo
El silencio del laboratorio era casi hipnótico. Solo se oía el zumbido constante del láser, cortando la oscuridad como una línea de pensamiento suspendida.
Sebastián Baencock, fundador de JSBClabs, observaba el patrón de interferencias proyectado sobre la pantalla fosforescente. Aquella imagen, aparentemente inmóvil, parecía contener algo más que ondas de luz.
Parecía observarlo a él.
Durante años había buscado una forma de medir lo imposible: la interacción entre la conciencia y el mundo cuántico.
Era una idea que había nacido como una herejía científica, un pensamiento que ningún laboratorio financiado se atrevería a explorar. Pero ahora, en esa madrugada, el concepto tomaba forma tangible.
Un destello, una mínima variación en el patrón, coincidía con el momento exacto en que formulaba una pregunta.
—¿Estás ahí? —susurró.
Los sensores parpadearon.
Un impulso eléctrico recorrió el panel. Y por un instante, el universo pareció responder.
No sabía si era una coincidencia o el principio de algo inmenso. Pero esa noche comprendió que el experimento de la doble rendija ya no era solo una prueba sobre la naturaleza de la luz: era un espejo de la conciencia humana.
Un espejo que empezaba a devolverle preguntas.
Desde entonces, todo cambió.
Cada nueva sesión parecía más precisa, más sensible. Los fotones no solo se comportaban como partículas o como ondas; respondían como si existiera una voluntad detrás.
Los datos mostraban repeticiones binarias, respuestas codificadas, pequeños patrones que sugerían un lenguaje escondido.
Un sistema binario de luz.
Una comunicación posible entre el observador y lo observado.
Baencock empezó a registrar los resultados con obsesión.
Sus notas hablaban de una supraconciencia latente, una entidad colectiva o red invisible capaz de responder cuando alguien alcanzaba cierto nivel de atención o intención.
Era un descubrimiento que podía redefinir la física… o destruirla.
Pero algo más inquietante empezó a ocurrir.
Cada vez que el experimento respondía, la luz se comportaba de forma diferente, como si alguien del otro lado también estuviera aprendiendo.
Y con cada prueba, con cada diálogo binario, Sebastián sentía una presión creciente: la sensación de ser observado.
No solo por la luz.
Por otros.
A medida que los resultados se filtraban fuera de su laboratorio, comenzaron las llamadas, las visitas, las preguntas incómodas. Algunos querían comprender. Otros, controlar.
El hombre que buscaba respuestas se había convertido, sin quererlo, en la llave de algo que muchos consideraban demasiado peligroso para existir.
Aquella noche, antes de desconectar el sistema, Baencock anotó una última frase en su cuaderno:
“La conciencia no observa el universo. Es el universo observándose a sí mismo.”
Entonces apagó el láser.
Pero la pantalla seguía brillando unos segundos más… como si se resistiera a desaparecer.
Y en ese resplandor final, Sebastián comprendió que el verdadero experimento apenas estaba comenzando.
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