martes, 25 de noviembre de 2025

"Un pueblo déjà vu" by JSBC

 

Un pueblo déjà vu

Hubo una vez un pueblo que decidió declararse la guerra a sí mismo.
No había invasores, ni dragones, ni fuerzas oscuras del exterior: solo vecinos que se miraron mal el tiempo suficiente como para convencerse de que el enemigo estaba al otro lado de la plaza… aunque hubieran jugado juntos de niños.

La guerra entre hermanos duró lo suficiente como para que casi nadie recordara cómo era vivir sin miedo, pero no tanto como para borrar la culpa. Cuando por fin se cansaron de matarse, se encontraron con algo casi peor: la paz… pero en ruinas.

No morían de hambre, es verdad. Eso daba una especie de consuelo moral:
—Aquí nadie se muere de hambre, ¿eh? —decían con orgullo, mientras cenaban pan duro y sopa aguada.

La vida era tan extremadamente austera que hasta la palabra “lujo” empezó a sonar obscena. Consiguieron algo que pocos pueblos logran: aislarse del mundo sin vivir en una isla. Cerraron fronteras económicas, culturales, afectivas. Si el mundo era un baile, ellos se quedaron apoyados en la pared, con los brazos cruzados, mirando el suelo.

Pero el mundo, que es insistente, siguió girando.
Y los países de alrededor, que ya conocían la coreografía, empezaron a bailar.

Con el tiempo, a este pequeño pueblo aislado le entró la curiosidad. Primero miraron de reojo: las carreteras de los vecinos, sus hospitales, sus escuelas; luego, los coches, las músicas, las libertades. Algunos jóvenes empezaron a irse “por un tiempo” al extranjero, y volvían con historias raras: contratos de trabajo, derechos, vacaciones pagadas. Incluso contaban que en otros sitios podías decir lo que pensabas sin acabar señalado como traidor. Una locura.

Poco a poco, el pueblo fue abriendo ventanas.
Firmaron acuerdos, levantaron aduanas, aceptaron normas. Descubrieron que el bienestar no caía del cielo: llegaba con facturas, leyes y compromisos. A cambio, las calles se llenaron de tiendas, las casas de electrodomésticos y las mesas de algo más que sopa aguada.

Y así, casi sin darse cuenta, pasaron de la autarquía a la hipoteca, de la cartilla de racionamiento a las ofertas del supermercado. Incluso empezaron a llegar emigrantes de otros lugares, buscando lo que ellos mismos habían ido a buscar antes: una vida un poco menos dura.

Durante un tiempo breve —demasiado breve— el pueblo tuvo memoria.
Recordaban los años de miseria, las colas, las cartillas, el silencio.
Miraban a los recién llegados con una mezcla de empatía y un pensamiento incómodo: “Hace nada, los que huíamos éramos nosotros”.

Pero la memoria tiene la extraña costumbre de molestar al poder.
Y el poder, cuando se siente incómodo, inventa historias nuevas.

Con el bienestar vino otra plaga: la comodidad. Y con la comodidad, la amnesia selectiva. Empezaron a hablar de “los de dentro” y “los de fuera” como si aquel pueblo no hubiera pasado medio siglo haciendo las maletas. Surgieron voces que aseguraban que “el país se rompe”, curiosamente las mismas voces que vivían muy bien en ese país supuestamente roto.

La polarización volvió como si fuera una moda reciclada.
Ahora no se peleaban con fusiles, sino con tertulias, eslóganes y redes sociales. Pero el odio era el mismo, solo con mejor iluminación.

Unos empezaron a culpar de todos los males a los “diferentes”: a los que amaban distinto, rezaban distinto o venían de lejos.
Otros respondieron como siempre: poniendo etiquetas a cualquiera que no pensara igual.
Y en medio, una mayoría silenciosa, ocupada en llegar a fin de mes, viendo cómo se repetía una película que sus abuelos ya habían visto… pero que nadie quería rebobinar.

Lo más irónico fue cuando algunos, en su ansia de sentirse superiores, se hicieron abiertamente racistas y xenófobos.
Ellos.
Los nietos de quienes cruzaron fronteras con una maleta de cartón y una foto arrugada en el bolsillo.
Los hijos de quienes mandaban cartas diciendo “estamos bien” mientras limpiaban los platos de otros.
Los mismos que juraban que nunca olvidarían.

Empezaron a decir frases como:
—Es que esta gente viene a quitarnos lo nuestro.
Sin reparar en que, hacía nada, “lo nuestro” había sido limpiar baños en el extranjero.

En las escuelas, los libros de historia hablaban de “una época oscura de división y pobreza” con un tono de documental lejano, como si aquello hubiera pasado en otro planeta. Las fotos en blanco y negro ayudaban a engañar al cerebro: donde hay sepia, hay distancia. Y donde hay distancia, hay excusa para repetir.

Algún anciano, de vez en cuando, se atrevía a decir:
—Esto ya lo vivimos…
Pero pocos escuchaban. Es difícil competir con un influencer enfadado.

Mientras tanto, los discursos se iban calentando.
Se empezó a hablar otra vez de “traidores”, de “enemigos internos”, de “purificar” la nación. Se agitaron banderas, se levantaron muros invisibles y se construyeron trincheras emocionales en los grupos de WhatsApp.

El pueblo, que había tenido la oportunidad histórica de aprender de su propio desastre, decidió probar suerte con un viejo experimento:
Ver qué pasa si vuelves a dividir a hermanos, pero con teléfonos inteligentes.

Algunos alertaban:
—Oye, que esto se parece demasiado a lo de antes.
—Qué exagerado eres —respondían—. Ahora estamos en el siglo XXI.

Como si el calendario vacunara contra la estupidez.

Y así, un día, alguien encontró un viejo cartel en un archivo polvoriento.
Decía: “Nunca más”.
Lo miró, sonrió con condescendencia, y lo dejó de nuevo donde estaba.

Total, para qué cambiar el lema, si el guion parecía estar escrito para repetirse.

En aquel pueblo, cada generación juraba que iba a ser diferente.
Pero la historia, que tiene un sentido del humor bastante cruel, les devolvía siempre el mismo espejo: guerras de hermanos con otros nombres, miserias mejor maquilladas, miedos reciclados y un extraño talento para olvidar justo lo que más necesitaban recordar.

Por eso, algunos empezaron a llamarlo “el pueblo déjà vu”.

Porque, aunque cambiaban las caras, los discursos, los enemigos y los colores de las banderas, la sensación era siempre la misma:

Que todo aquello… ya había pasado antes.
Y que, si nadie tocaba el guion, volvería a pasar.

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En la vida real, en España las cartillas de racionamiento estuvieron vigentes desde 1939 (fin de la Guerra Civil) hasta 1952.
El llamado estado del bienestar —sanidad y educación públicas amplias, pensiones, más derechos laborales— no empezó a construirse de verdad hasta los años 60 y solo se consolidó ya en democracia, entre los 70 y los 80.

Es decir: entre la sopa aguada de la posguerra y el bienestar actual apenas cabe la vida de una sola generación.


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