El Misterioso Día que el Mundo se Invirtió by JSBaenacock ©
(De la Serie "Parábolas y Distopías" / Incluido en “Los misteriosos e intrigantes casos - Volumen 3”)
Monólogo de un superviviente
No esta nieve gris que cae sin alma. No este silencio helado que cubre las ciudades muertas. Echo de menos la lluvia tibia, el olor a tierra mojada. La vida, en definitiva.
En el año 2040, el mundo se dio la vuelta. Como si alguien allá arriba, cansado de vernos jugar a ser dioses, hubiera decidido reiniciar la partida.
La Corriente del Golfo se detuvo.
Sí, esa corriente que regula el clima en Europa y América del Norte, y que dependía del delicado equilibrio entre las aguas cálidas del sur y las frías del norte. Se detuvo porque el hielo polar se derritió a un ritmo jamás visto, vertiendo miles de millones de litros de agua dulce en el Atlántico y alterando la densidad del océano.
Todo había comenzado mucho antes.
Durante décadas, lanzamos al cielo más de 36.000 millones de toneladas de CO₂ al año, destruyendo el equilibrio atmosférico.
Deforestamos selvas enteras para sembrar soja y criar ganado.
El fracking perforó la corteza terrestre, liberando metano, uno de los gases más potentes para atrapar el calor.
Y lo peor: empezamos a extraer tanta agua subterránea que modificamos la distribución de masa del planeta, inclinando levemente el eje de la Tierra. No es ficción: los satélites lo confirmaron en 2023. Pero nadie lo quiso escuchar.
Los océanos, saturados de microplásticos, metales pesados y productos químicos, perdieron su capacidad de autorregulación. El fitoplancton —esa base invisible de la vida marina y del oxígeno que respiramos— comenzó a morir. Las especies desaparecieron una a una, como si el mar se vaciara de alma.
Y entonces, el equilibrio térmico global colapsó.
Recuerdo cómo empezó.
Las noticias hablaban de olas de calor de 50 grados, de incendios incontrolables, de sequías extremas. Pero después, el frío se instaló en el norte. No era solo invierno. Era el principio de una glaciación.
Las casas se congelaron desde adentro.
Los árboles dejaron de florecer.
Los animales migraron o murieron.
Y nosotros…
Nosotros hicimos lo que siempre criticamos en otros: huir.
Pero esta vez no eran los africanos, ni los sirios, ni los venezolanos.
Esta vez éramos nosotros.
Europeos, norteamericanos, los del norte rico y arrogante, convertidos de golpe en refugiados. Íbamos hacia el sur, buscando lo que antes despreciábamos: pan, calor, un lugar donde no temblara el cuerpo.
Y entonces sucedió lo más irónico de todo.
Las mismas barreras, las mismas murallas que pusimos… nos detuvieron.
Nuestros propios muros.
Nuestros miedos proyectados.
Nuestros discursos, convertidos en rejas.
Vi morir a familias enteras cruzando el Mediterráneo, el mismo mar donde años antes vimos morir a otros sin inmutarnos.
Vi niños llorando de hambre, igual que aquellos cuyos llantos silenciamos con indiferencia.
Vi a quienes despreciaban a otros con una hipocresía manifiesta, porque se habían llamado a sí mismos defensores de la fe, cuando en realidad fueron los mismos que, en antaño, apoyaron o promovieron guerras que hicieron migrar a miles de personas.
Y yo…
Yo fui testigo. Yo vi doblarse al arrogante.
Aquel que se burlaba del dolor ajeno, que mientras con una mano levantaba biblias, con la otra les vendía armas y propagaba la corrupción para mantenerles dominados.
¿El karma?
Tal vez.
O tal vez solo era la Tierra equilibrando cuentas.
Ahora vivo en un campamento improvisado al sur de Guinea Ecuatorial.
Hay pocos recursos. Mucha tensión. Pero también… silencio.
Y en ese silencio, uno piensa.
En lo ciegos que fuimos.
En cómo llamamos “progreso” a destruir el planeta.
En cómo sembramos odio, creyendo que nunca nos tocaría cosecharlo.
¿Sabes?
El día que el mundo se invirtió, no solo cambiaron las estaciones.
Cambió todo.
La historia.
La vergüenza.
Y tal vez, si algo nos queda aún por aprender…
La conciencia.
Epílogo
No siempre será el clima.
A veces será una guerra.
Otras, un virus invisible que desata el caos en semanas.
A veces será el hambre, la violencia, una dictadura, un terremoto, o simplemente… la desesperanza.
Siempre habrá razones para huir.
Y siempre habrá quien lo haga con lo puesto, con los ojos bajos y el corazón roto.
Pensar que a nosotros no nos tocará… es ingenuo.
Despreciar al que necesita ayuda es sembrar un karma que siempre regresa.
Hoy son ellos.
Mañana podríamos ser nosotros.
La historia lo ha dicho una y otra vez,
pero nos cuesta tanto escuchar…
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