Nadie quiere guerra, pero la paz no llega con pancartas by JSBaencock & OAI
El cerebro humano es una máquina compleja, diseñada más para la supervivencia que para la verdad.
Cuando aparece una amenaza —como la posibilidad de una guerra—, no busca comprender, sino protegerse.
El miedo activa mecanismos antiguos: la polarización, la radicalización, la simplificación.
Todo se vuelve blanco o negro.
De un lado, los que dicen que hay que armarse hasta los dientes.
Del otro, los que levantan una pancarta con la frase “No a la guerra”.
Y aunque ambos extremos pueden partir de una intención noble, caen muchas veces en el mismo error: ver el mundo como si fuera una caricatura.
Pero la vida —como el cerebro que la analiza— está llena de matices.
No todo es A o B. Hay grises.
Hay causas profundas, conflictos históricos, heridas abiertas y juegos de poder invisibles.
Creer que una consigna resuelve un problema geopolítico es como pensar que una tirita cura una fractura.
Cada vez que alguien comparte una imagen rotunda, probablemente solo consigue el “like” fácil de su tribu.
Y eso alimenta lo que se supone que queremos evitar: más polarización, más ruido, menos pensamiento.
Lo que realmente hace falta es subir la mirada.
Ver el tablero desde una órbita más alta.
Entender que detrás de cada conflicto hay factores psicológicos, históricos, económicos y biológicos que merecen ser analizados con pausa.
Quizás el verdadero acto de paz no sea solo decir “no a la guerra”, sino aprender a pensar más allá del miedo.
Desarrollar pensamiento crítico.
Escuchar al otro sin sentir que traicionamos nuestras ideas.
Abandonar la necesidad urgente de tener razón, y empezar a buscar comprensión.
Porque si algo nos enseñan la filosofía y la neurociencia es que solo cuando regulamos nuestras emociones,
salimos de la trinchera mental
y miramos con ojos más humanos,
podemos empezar a construir algo que se parezca a la paz.
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