Populismo: la trampa de la polarización
El populismo, ya sea de derecha o de izquierda, se alimenta de la confrontación y la división. Su estrategia es sencilla pero efectiva: crear enemigos, simplificar los problemas y prometer soluciones mágicas que rara vez se cumplen. Su verdadero éxito no radica en mejorar la sociedad, sino en movilizar emociones primarias como el miedo, la ira o la esperanza, desviando la atención de soluciones racionales y equilibradas.
Los populismos sustituyen el pensamiento crítico por dogmas, y la deliberación por consignas. Buscan reducir la complejidad del mundo a narrativas de buenos contra malos, generando sociedades cada vez más fragmentadas. No construyen, sino que desgarran el tejido social, enfrentando a unos contra otros bajo la ilusión de que el problema es siempre “el otro”.
Sin embargo, la naturaleza y las leyes de la física nos enseñan que solo sobrevive lo que mantiene cierto equilibrio. Un sistema demasiado rígido colapsa por su incapacidad de adaptarse, mientras que uno demasiado caótico se disuelve en su propia inestabilidad. Los organismos evolucionan en función de su capacidad de adaptación, no de su radicalismo. La armonía no se encuentra en los extremos, sino en la capacidad de integrar, transformar y equilibrar.
Si seguimos alimentando la polarización en lugar del diálogo, estamos condenados a la inestabilidad permanente. El populismo no es la solución, sino parte del problema. Solo un pensamiento crítico, abierto y equilibrado puede evitar que caigamos en la trampa de los discursos fáciles y el fanatismo disfrazado de justicia.
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